El príncipe y la periodista (*)

 

     ¡Qué manada de pelotas tan disparatada nos ha asaltado por todas partes!: “¡Qué lista! ¡Qué guapa! ¡Qué comedida! ¡Qué sensata! ¡Qué adecuada!” “¡Qué bien ha elegido el Príncipe!” “Es la mejor periodista de los últimos veinticinco años” (Urdaci dixit); “ya era hora de que los plebeyos sirviésemos para algo” (sic, dijo un vecino del pueblo de la abuela); “es una gran alegría que haya tocado aquí” (confesó la abuela propiamente dicha); “además, lo primero, es que es española” (vox populi, a lo que parece, me temo).

     Su peluquera declara, alborozada, que “tiene un pelo lisito, muy mono, y el peinado siempre igual, muy sencillo, la melena cuadradita, muy discreta siempre”.

     El portero de la finca de Vicálvaro en la que habita cuenta cómo, el sábado de autos, abandonó muy tempranamente su casa, con una pequeña maleta. “¿Dónde vas, Letizia?”, dice el funcionario que le preguntó. “A hacer algo muy importante”, confiesa que escuchó decir a la futura, este emocionado trabajador.

     “Pues ésta es la habitación que ocupó en su noche de bodas”. “En el banquete se sirvió esto, y lo otro, regado con vinos de más allá.” “Ella eligió un bouquet de flores con mucho colorido.”

     “¿Y qué se va a poner la madre el día de la boda? Porque eso es un problema, no creas tú que no.” “Yo creo no arriesgarme demasiado si aseguro que es mi plena convicción que llevará escote de palabra de honor. Siempre puedo equivocarme, claro, pero todos los indicios apuntan al palabra de honor.” “¿Azahar? No creo, es poco probable que esas flores tengan cabida en su ramo.”

     “¿Qué se dice en Italia de este maravilloso evento?” “Se hace una lectura en segundo grado de su condición de divorciada, y se habla de que esta elección hace del príncipe -que es muy conocido en este país- una figura absolutamente indiscutida en la política mundial.” “Supongo que este estado civil de divorciada no será impedimento para que Su Santidad el Papa de Roma tenga a bien recibirla.” “Para la Iglesia, ése es un matrimonio -digamos- absolutamente anulado, así que éste es un matrimonio normal. Digamos.” “¿Y el Papa? ¿Cómo está el Papa?” “¿Cómo te diría yo? Pues como lo vemos.”

     “De pequeña era una ricura: lista, perfeccionista, monísima, educadísima, muy inteligentísima, super-mega-ultra adecuada. Eso, sobre todo, de lo más adecuada. Muy, muy adecuada. O sea, adecuadísima.”

     Y la chica me parece bien. Demasiado bien. Parece lista. Se expresa estupendamente. Habla varios idiomas. Tiene toda la pinta de decirle a Felipe, como Sofía le dice a Juancar: “Saluda al nuncio, que te está mirando hace cinco minutos.” Y Felipe VI, “El Pijo”, quedará como Dios.

     Qué rabia, oigan. El príncipe es una monada. Cuenta que está enamorado, mira con ojos embelesados a la nena que parece cincuenta años mayor que él, siendo cuatro años menor, ¡y hasta yo me lo creo! Durante breves instantes. Pero me lo creo.

     Y soy republicana, detesto la idea de tener que aguantar una monarquía.

     Creedme: éstas son las cosas que me descomponen. <

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(*) Claro, naturalmente, me acuerdo de “El príncipe y la corista”: Es lo que los telenoticieros nos intentan vender que pasa ahora con esta pareja. Pues no, no es precisamente ésa la historia. Aquella película me enterneció. Ésta no me enternece.

 

 

Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

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