Entre lágrimas

 

Entre lágrimas, busco una razón para sonreír. Habitualmente la encuentro (me conformo con poco, o con lo que me parece importante, por lo general), pero me temo que hoy no es mi día de búsquedas, ni de encuentros. No sé bien por qué busco siempre la risa, o la sonrisa, pero me huelo que no es más que una manera de sobrevivir a esta vida tan fustigante. Supongo que hago bien.

Y la cosa es que peores momentos he pasado –no demasiados: la verdad es que, a pesar de ser tan patidora, soy afortunada en comparación–, pero nunca me parece pasarlo peor que cuando estoy triste. Circunstancia que, afortunadamente, no es la mía por lo general.

Mi día laboral comienza con los telenoticieros, mientras intento despejarme tomándome un café. Todo es cabreante, todo merece un comentario indignado, todo es siniestro, decepcionante, casi aburrido de malignamente cotidiano. Una, que es adrede optimista y positiva, intenta hacer comentarios sarcásticos para diluir la amargura de la realidad. La mayor parte de las veces, en vano. Pero venga, sale una de casa, se dirige al autobús de línea que la conduce a la tortura cotidiana del trabajo que ni la satisface ni la motiva, y va una pensando en que hace un bonito día, en cómo es la vida de ésta o de aquél, cuyos nombres desconoce, en que hay gente guapa, inteligente, divertida, fantástica, seguro, en el mundo.

Piensa una en músicas que la enternecen, en gente que la quiere a una, en gente a quien una quiere, en cosas que una debería escribir si supiera cómo hacerlo (“el paseo del Prado, qué bonito, qué vida tendría hace ciento cincuenta años”; “¿qué pensarán estos barrenderos tempranos de la gente que no se preocupa cuando tira cosas al suelo?”), y sin querer llega una al edificio en el que la encarcelan durante al menos ocho horas.

A partir de ahí, todo es supervivencia emocional: “Buenos días, guapa, ¿cómo estás?” “Hola, Luis.”, etc. Y luego te preguntan si has hecho ya algo que nunca te pidieron que hicieras, o te vienen con que, “si no te importa”, te espabiles y rebusques en no se qué base de datos de la que tú nunca oíste hablar las direcciones de correo electrónico de no sé qué directores de no sé qué Cámaras de Comercio. Si te vas al baño, “el jefe te estaba buscando”, si te vas a desayunar (escasas veces, ya no me apetece ni eso), “te han llamado dos empresas a ver qué pasa con su bolsa de viaje”. A las doce, tienes que ir corriendo a la caja a cobrar una pasta que le deben a otro. Y mientras, correos electrónicos que responder, decisiones que tomar (sin que te paguen para ello), llamadas telefónicas. A veces te gritan, te insultan, insinúan que no vales para nada. El agobio.

Consiguen que pienses que eres idiota. Te lo crees a pies juntillas. Si mi madre lo supiera: “¿Tú? ¿Con lo listísima que eres?”

Hasta que pasa algún tiempo, y tomas posesión del puesto, y te sientes más o menos a gusto. Y te llevas bien con la gente, a ratos hasta con tu jefe, te motiva el trabajo, te sientes casi en tu casa. Intentas -como siempre- ser buena con todo el mundo, ayudar a quien te lo pide, colaborar en todo. Porque te gusta hacerlo.

Y un día, te dicen que no cuentan más contigo en ese puesto de trabajo. Que te destinan a otro. Y en tu lugar colocan a otra. A quien tú has ayudado siempre que has podido. Porque te has sentido bien haciéndolo. Y esa otra decide que es más lista que tú, que lo va a hacer mejor que tú. Y así se lo ha dicho al Jefe supremo, que se lo ha creído. Entre otras cosas, porque esa otra está más buena que tú, para el gusto general. (Que yo sé que hay gustos para los que no.)

Lo que más triste me pone de esto no es que no valoren mi capacidad, que -qué hostias- creo que es mucha. Lo que me jode es que haya gente que, para hacerse valer, cosa que está estupendamente, aunque yo nunca he sabido hacerlo, pisen cabezas ajenas. Sé bien que a todos nos sorprende que la gente se comporte así, porque es afortunadamente escaso el número de ciudadanos que así se comportan, pero, coño, qué duro es que alguien haga tal cosa en tu presencia. Y conmigo, que siempre he sido buena con los demás. O eso he intentado.

Y a esto yo lo llamo injusticia.

Claro, que peores han sido otras. Ya lo sé. Pero ésta la he sufrido yo. Perdonadme.<

 

 

Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

Para volver a la página principal, pincha aquí