Mecachis en la mar

 

Una, que es de tierra adentro, siempre le ha visto la gracia a la navegación. En cuanto tengo oportunidad, me subo a una embarcación. Mi carrera marinera comenzó en mi adolescencia, en las barcas del Retiro. No se sabe cómo, decenas de niñas y niños aguantábamos el solazo de verano mientras dábamos vueltas al estanque, intentando ligar con los remeros de otros botes, mientras la estatua de Alfonso XII ponía marcialidad a la tarde. La mayoría de nosotros no sabíamos remar conforme a los cánones, así que “pescábamos cangrejos” a tutiplén, como diría un remero de Cambridge (lo de los cangrejos, no lo del tutiplén): o sea, nos costaba Dios y ayuda sacar el remo del agua. Una vez me convencí de que la navegación a propulsión humana no era lo mío (y de que, además, no ligaba gran cosa a pesar de mis esfuerzos), probé la propulsión a motor. Ni sé en cuantos barquitos de ésos que te trasladan de una parte a otra de radas o estuarios, o de una orilla a otra de los ríos o los canales, me he montado. Qué queréis. Para mí, Venecia con marea alta y aguas limpias, es la gloria. Por los vaporetti, no por las góndolas.

Y ahora me encuentro en el cenit de mi afición navegante: descubierta hace años la propulsión a vela, gracias al patín catalán que obra en poder de mi familia política, me he convertido hace poco en una neonauta a la que sacan a pasear de vez en cuando.

Y es que mi suegro tiene un barquito. “Mecachis en la mar”, diréis algunos aprendices de Cristobalito Gazmoño, ese personaje de Toni Leblanc que yo nunca he conocido, pero del que he tenido noticia por parte de padres. Decía que mi suegro tiene un barquito. Un velero de poco más de siete metros, con un motor que le permite salir del puerto de Cullera, donde tiene el amarre, hasta mar abierta. Y en días de calma chicha mueve la embarcación, si es que hay prisa por llegar a algún sitio y no se desea estar al pairo. Tiene un camarote, un retrete, algunos asientos, una cocinita. También está dotado de un sónar (que funciona como le da la gana, a decir del capitán), una radio, y en fin, todos los trastos obligados para la navegación. Skopelos [Σκόπελος] tiene por esdrújulo nombre, como la isla del mar Egeo. Aunque los marineros del puerto lo llaman, muy sueltos, “Escopelos”, así, llanamente y sin ese líquida, y tan anchos que se quedan.

     En el velero casi no hay espacio libre: todos los -escasos- huecos están llenos de cosas. Cuando no de sombreros y gorros diversos o de cremas protectoras, de cartas de navegación o aparatitos portátiles cuya utilidad, nombre y funcionamiento desconozco. La tripulación (o sea, los que nos vamos de casi-singladura con el dueño del navío) nos colocamos a proa o a popa, a babor o a estribor, dependiendo de la faena que se requiera en el momento, o incluso para que el barquito escore a un lado u otro, si el grumete -mi chico- o el capitán -mi suegro- tienen que achicar el agua que se ha colado dentro no se sabe cómo. Lo de hacer de contrapeso se me da de mil amores, aunque me esté mal el decirlo. Creo que he nacido para hacer de contrapeso.

     Lo bien que se está cuando se navega, o se fondea cerca de una playa para poder darse un bañito en el mar, es la compensación a la gran -en proporción- cantidad de trabajo que da dejar la nave a punto de caramelo. Dejando de lado el mantenimiento habitual del aparejo, el motor, y demás material, siempre surge algún imprevisto. Y luego está lo de izar el foque y la mayor, o largar el ancla cuando se fondea. “Cáspita, qué puesta está esta chica en términos marineros”, exclamaréis jubilosos. Confieso que he mejorado mucho. Cuando vi el Skopelos por vez primera pensé que estaba lleno de cuerdas. Craso error: en un barco no hay cuerdas. Como mucho, lo que hay es “cabos”. Pues así, todo. Nosotros, que somos profanos y de Madrid, estamos a ver si por inversión lingüística logramos entender las indicaciones del capitán, que son del tipo: “ten cuidado con la botavara”, o “larga la driza del foque”, cuando no cosas peores que no puedo reproducir aquí.

     El otro día, a pesar de nuestra dicha marinera, el novato grumetamen fue víctima por primera vez de los ataques de Hermes y Ares en amigable conjunción con Océano, el titán. Que nos cayó una tormenta, vamos. Caía tan fuerte el agua que no tuve otra que resguardarme de la lluvia, lo que dio lugar a que me marease muy rápidamente. En cubierta permanecían los otros dos pasajeros, empapados y sin ver ni hueva, uno manejando el timón y haciendo lo posible por bordear el cabo sin tropezar con nada, y el otro haciéndole compañía bajo la lluvia, básicamente. Estaban de lo más intrépido, haciéndoles frente a las inclemencias del tiempo (no-envié-a-mi-velero-a-luchar-contra-los-elementos). La tormenta escampó, el peligro pasó y llegamos a puerto sin novedad.

     De todos modos, hay una conclusión que extraje de la aventurilla y que deseo administraros: es más divertido navegar en el mar que en las barcas del Retiro, pero también es más peligroso. Y otra más, de regalo: Espérate que no acabe yo como el capitán Pescanova, pero sin barba.<

 

 

Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

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