Good vibrations

 

Os tengo dicho que las opiniones ajenas me parecen interesantes sólo hasta cierto punto. Tengo elaborado un criterio, que utilizo al valorar cómo opinan los demás, y de cuyos resultados como “sensatómetro” estoy razonablemente satisfecha, en general. Básicamente, consiste en un análisis de (a) la procedencia de lo opinado, (b) lo bien o mal formulado y argumentado que esté lo que me expongan, (c) el sentido del humor que lo adorne, y también –lo confieso- (d) en qué medida cuadre lo que me dice con mi manera de ver las cosas. Otro día os ilustraré el método con algunos ejemplos, por si tenéis intención de utilizarlo (la cantidad que os cobraré por derechos de autor adolece de la carestía habitual en estos casos).

La cuestión, ya sabéis, es que había llegado a acostumbrarme a estar en franca minoría, a ser la República Independiente de Belén, en buenas relaciones con otros estados mentales en la misma sintonía. Me había quitado de discutir, ante la evidencia de que no hay manera de convencer de nada a quien ya tiene formada una opinión sobre las cosas. Esta especie tiene una inimitable habilidad para evitar que cualquier argumento razonable penetre en el interior de su pensamiento. Luego está la variedad “oigo-sólo-lo-que-quiero-oír”, particularmente molesta: si, por ejemplo, se te ocurre emplear la frase “ni puta idea”, éstos te salen con una defensa acalorada de las prostitutas. Como si una tuviera algo en contra de tal colectivo, y así lo hubiera declarado solemnemente. En fin.

Pues cuando me encuentro, por fin, en conformidad con la situación que me ha tocado; cuando me he resignado a tener conversaciones satisfactorias con cuatro escogidos y he consentido en tratar de ser lo más sociable posible sin meterme en mayores honduras políticas; cuando he transigido, en fin, en buscar refugios para mi descontento, ahora van, ¡y se me ponen todos a favor!

Hace nada era yo un bicho raro que se empeñaba en que los Estados Unidos tienen un viejo historial de falsificaciones de pruebas, amaños de elecciones, colocaciones de sangrientos dictadores títeres, guerras promovidas por intereses económicos, mentiras, asesinatos, arteros sabotajes y destrucción de libertades y derechos. Ahora, el portavoz de Coalición Canaria afirma cosas del estilo en el Parlamento. Hasta hace dos días, era yo la única que establecía una relación inequívoca entre la precariedad en el trabajo y las reformas laborales del PSOE y el PP. Ahora, todo el mundo ahonda en la responsabilidad de los Gobiernos que hemos padecido y de los sindicatos que no han dicho ni mu ante los sucesivos atropellos. No hace un mes, me encontraba yo marchando a Torrejón en protesta por la guerra que vuelve: a todas mis compañeras de trabajo les parecía una chorrada manifestarse en contra de Bush. Ahora, me llueven correos electrónicos animándome a participar en las movilizaciones que se han convocado para reclamar a los gobiernos occidentales que no colaboren en esta sangrienta búsqueda de petróleo. Antes, la díscola era yo. Ahora estoy calladita, por lo general. Lo único que hago es estar de acuerdo. Lo veo y no lo creo.

Es una placentera sensación, ésta de ser parte de la mayoría, por una vez. Quedan algunos flecos: que no se me mire mal, por ejemplo, por pensar que el PNV no es (como claman las pancartas y las gargantas de los bastayas) responsable de los asesinatos de la ETA; y no pierdo la esperanza de que así sea, si tenemos en cuenta que Herrero de Miñón aseguró hace poco, en la Universidad del País Vasco, que la propuesta del lehendakari Ibarretxe (o más ágrafamente, “lendakari Ibarreche”, como escribe esa monada de chica, Carmen Gurrutxaga, digo Gurruchaga), se correspondía “en un 99,9 % con lo que contempla la Constitución Española”. O si analizamos la negativa del Partido Socialista (en sus afanes “electoralistas”, sin duda) a formar listas conjuntas con el PP para presentar candidaturas a las alcaldías vascas.

No soy de las que se declaran en contra de todo (en plan “de qué se trata, que me opongo”), sólo por sentirme rebelde. Siempre me ha fastidiado ser la única que defiende algo o a alguien: recuerdo la rabia que me daba, de pequeña, que me llamasen “defensora de pleitos pobres”. Pero reconozco que la novedad me hace sentir rara.

Por eso, porque a veces una echa de menos cosas que antes detestaba (¡así es la naturaleza humana!, digo yo), hoy he sentido un alivio considerable al aplastar con contundencia los intentos de una compañera por hacerme ver -los hay infelices- lo peligrosísimo que resulta Sadam Husein, con su arsenal de armas químicas. A tal conclusión ella había llegado a fuerza de tragarse el terrorífico reportaje que emitió Televisión Española sobre el “peligro bioquímico” que nos acecha. He soltado una arenga llena de datos sobre el origen de tal propaganda y los propósitos del Gobierno Aznar al emitirla en horario de máxima audiencia, así como sobre Bush y sus negocios, los antecedentes de los gobiernos estadounidenses en casos parecidos, y demás material. He terminado con la invitación a que se una, por una vez, a la protesta en la calle. Ha resultado un consuelo ver que sigo pudiendo razonar en voz alta. Y tengo que ejercitar la capacidad de debate, porque mi inocencia no llega a tanto: sé bien que sigue habiendo diferencias, y de peso, entre mi entorno habitual y yo. Y alguna vez puede que me vuelvan las ganas de controversia.

No sé en qué acabará este estado de opinión, estas “buenas vibraciones”, este buen rollete generalizado, pero sí sé una cosa: pienso disfrutarlo mientras dure. <

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Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

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