Despedida

 

Nunca se me había ocurrido que fuera tan difícil escribir el último texto de uno. Reconozco que los pensamientos suicidas con los que he intentado conciliar el sueño durante los últimos meses tenían su parte romántica, que yo he cultivado con fruición, y de la que es pieza sustancial, sin duda, dejar por escrito como antes se hacía el porqué de la muerte propia, y de paso el porqué de la vida llevada, también. No dejo de reconocer asimismo que todo esto no es sino un ejercicio de narcisismo asqueroso, pero supongo que se me permitirá la debilidad, dadas las circunstancias que a continuación expondré.

Dejo la vida con tranquilidad y con deleite. Por decirlo rápida y rotundamente, no puedo más. Dentro de un rato -cuando revise el borrador de lo que ahora escribo- abandonaré la clandestinidad para siempre. Una clandestinidad peculiar, tal vez poco frecuente, pero clandestinidad al fin. Me explicaré: soy (he sido) una buena persona de incógnito. Soy educado, servicial, amable, comprensivo, tolerante con las debilidades propias y ajenas, simpático, buen amigo, detallista y considerado. Siempre fui así.

Desde pequeño he detestado a los abusones, los maleducados, los cínicos, los maledicentes, los intransigentes, los prepotentes, los enredadores... Nunca pude con la maldad: se me llevaban los demonios cuando tenía noticia de cualquier maltrato infligido a un animal o una persona que no pudiese defenderse de su agresor. Ardía en cólera cuando contemplaba a alguien portarse mezquinamente, hablar mal de todo el mundo, beneficiarse a costa del mal ajeno, o simplemente mostrar desdén hacia alguien por el simple placer de sentirse superior a algún pobre diablo que deja hacer. De hecho, tal vez por mi naturaleza bondadosa, siempre pensé que la maldad en estado puro, la que no tiene remedio, se daba en la especie humana en una proporción tan escasa que no tenía interés tomarla en serio. Siempre fui partidario de la idea de que, a pesar de que el ambiente en el que la gente viva (en eso no me engañé jamás) sea pestilentemente maligno, si alguien se ocupa en hacer ver que es mucho más agradable y reconfortante comportarse bien que no hacerlo, el personal tiende a abandonar las malas maneras, y prefiere ser beneficioso para los demás.

Lamentablemente, a mediados de la treintena comencé a darme cuenta de que tales creencias eran patéticamente cándidas, y de que no se ajustaban a la fea realidad que comenzaba a conocer con profundidad. No tanto acerca del hecho de que la maldad pura o metafísica se dé tan a menudo como a simple vista parece, pero sí en lo que respecta al comportamiento manifiesto de la gente, tuve que reconocer con pesar que toda mi vida había vivido en un engaño de funestas consecuencias personales: las personas con las que tenía que convivir cotidianamente se comportaban de una manera tan infecta que a duras penas podía creer que no se dieran cuenta de lo detestables que resultaban. Urdían artimañas sin parar para beneficiarse de cualquier situación de la que se pudiera sacar partido, sin parar mientes en a quién perjudicaba su conducta; gozaban cuando alguien ponía a caer de un burro a otra persona, y de nadie hablaban bien; reían ante el error ajeno, y procuraban que las equivocaciones de los demás se hicieran públicas; pensaban sólo en sí y tal vez en algún familiar o similar; se hacían pasar por gentes consideradas ante la desgracia ajena, cuando la verdad es que por lo general les importaba un pito el sufrimiento de los demás y a veces hasta se deleitaban con él; hacían trampas y robaban; y por fin, era tal su envidia que cuando la sentían se cegaba su entendimiento sin posibilidad de remisión, y eran capaces de hacer o decir auténticas bestialidades para sentirse confortados. Teniendo esto en cuenta, es fácil comprender por qué a mí se me hizo la vida imposible en pocos meses: Durante una época de mi vida que no puedo recordar sin que las lágrimas evoquen cuánto sufrí por aquel entonces, mi buena conducta me creó, paradójicamente, numerosos y peligrosísimos enemigos. Tal y como era de podrida su naturaleza, mi entorno no dudó ni por un momento que mis atenciones, mis amabilidades, mi paciencia y mis esfuerzos por llevarme bien con la gente no eran sino los mimbres de un abyecto plan por parecer un bendito, siendo una especie de genio del mal en realidad. Se me atacó por todos los frentes posibles, se me ninguneó, se me marginó. Alguno quiso hasta pegarme.

Comprendí, y así comenzó mi vida en la clandestinidad, que tenía que hacerme pasar por un tipejo sin complejos. Decidí fingir que me había hartado de disimular, y simulé que era cierto lo que todos habían pensado: en efecto, era un lobo con piel de cordero. Así, me esforcé en insultar cobardemente a todo el mundo a sus espaldas y en presencia de regocijado público (que al fin veían cómo yo también compartía su inmunda manera de ser). Al principio me costó: no es fácil encontrar defectos en todas las personas que se conocen, y lo suficientemente asquerosos además como para poder hacer mangas y capirotes de las reputaciones de los aludidos. Tuve que inventarme la mayor parte de lo que afirmaba. Después logré hacerme una sólida fama de arribista sin escrúpulos (lo cual, por cierto, me trajo numerosos beneficios laborales). Con los años, adquirí una consolidada práctica en el embuste despiadado y en mostrar sin reparos una nauseabunda mala educación. Conseguí ser temido y respetado. Me dejaron tranquilo. Creo que me tenían miedo.

Pero llevo aguantando el tipo más de diez años. Es espantoso hacerse pasar día tras día por alguien que no se es. Espantoso de verdad. Insufrible. Y lo peor de todo es que de tanto parecer un cabronazo estoy comenzando a serlo. Ya no encuentro la diferencia entre parecer un execrable personaje y ser un asqueroso de verdad. Casi he olvidado los honrados principios de los que tan orgulloso me sentía.

No tengo otra salida que matarme. No puedo abandonar el trabajo, y he engañado a tanta gente que nadie me creería si sacase mi verdadera personalidad.

Candela, sé que estás convencida de que soy un hijo de puta. Te conocí gracias a mi engaño, y te casaste conmigo porque mi situación económica te compensaba el aguantarme. Supongo que necesitarás alguna cebolla para llorar mi muerte: te libras de mi presencia, mis insultos, mis desconsideraciones y mi mala educación, y no vas a prescindir de casi nada en el futuro. Me alegro por ti, de corazón.

No me mato: me ajusticio. Sobre todo, por haber sido un cobarde.

 

 

Para escribir a la autora: bmartos1969@yahoo.es

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