Algo personal

 

“Entre esos tipos y yo hay algo personal”, decía Serrat, refiriéndose a los “sicarios del mal”, como él los llamaba: los representantes del poder, los defensores del capital internacional, los que se benefician de las guerras y del hambre, de las torturas y de la muerte, los que chapotean en los charcos de sangre y de miseria de los perdedores de la globalización.

Rocío tiene nueve años y pesa seis kilos. Miguel tiene catorce, y sólo pesa once. Ángel murió ayer: tenía un año y nunca había tenido fuerzas para sentarse. Laura se afana en ofrecer su pellejuda teta a su hija de cuatro años, en vano: nunca ha tenido leche. La niña llora de hambre. Ambas están desnutridas.

Son niños de Tucumán, Argentina: Niños calvos, estrábicos, con las piernas retorcidas, deformes, las costillas casi asomando a través de su piel, que miran a la cámara sin entender; los afortunados que han conseguido cama, o camilla, o sillón, o silla, o un trozo de suelo, en el hospital infantil.

La pediatra llora su imposibilidad de ayudar: no puede más. Sabe que no podrá recuperar a ninguno de los niños a los que atiende. “Las alteraciones neurológicas de la desnutrición son irrecuperables,” dice, “las madres también son desnutridas; son lentas, retrasadas. No entienden lo que les preguntamos. Es muy difícil hacer un historial de los niños.” Son generaciones de malnutrición y abandono. Y cada vez hay más y más personas en esa situación.

En un barrio de chabolas cercano, un niño bellísimo responde a Guillermo, el reportero de Telemadrid, con los ojos como a punto de saltar de su enjuta carita. “¿Has ido alguna vez al colegio?” “Sí.” “¿Te gustaría volver?” “Sí.” El laconismo del hambre eterna a los ocho años. “¿Ahora buscas basura?” “Sí.”

Argentina agoniza a través de la miserable existencia de los más débiles, y de la difícil cotidianeidad de los que hasta ahora eran ciudadanos que tenían una vida más o menos confortable.

Ya no puedo evitar llorar ante estos horrores: cuanto mayor me hago, más me duele la injusticia, la miseria, ¡la condena de todos esos desgraciados a la inopia! Y siento odio, pero sobre todo siento impotencia. Y también me siento culpable.

Yo también creo, con Serrat, que entre esos tipos y yo hay algo personal.<

 

(17 de diciembre de 2002)

                       

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